viernes, 28 de octubre de 2011

Una Lágrima

Acababa de cumplir doce años. Hasta ese domingo sólo me importaban el fútbol y mis amigos, Los Monjes. Estábamos en el club, en la canchita del fondo, jugando contra los Zumuba. Íbamos siete a siete después de jugar toda la tarde. Dijimos gol gana. Hubo un rebote y me cayó una pelota. Levanté la cabeza buscando a Volpinos, pero más allá, al sol, sobre las gradas despintadas, apareció una chica. Brillaba: el pelo claro, la musculosa, la pollera de hockey cortita. Tarde en reaccionar. El Toro, un delantero de ellos, se me vino encima; me trabó, tropecé y me fui de culo al suelo. Se llevó la pelota, lo gambeteó al gordo Cali y la empujó dentro del arco. Goooool. Los Zumuba se abrazaron, “despacito, despacito, les rompimos, el culito”. Volpinos y Angelito se me vinieron encima.
Qué hiciste, nabo.
Pelotudo!
Mientras seguían puteando, me levanté y la miré una vez más: era Inés Tribulsi, de mi cole, iba un grado más arriba, a séptimo. El Toro se reía, nos gastaba, después se alejó de los festejos, fue hasta donde estaba Inés que lo recibió con una sonrisa. Se dieron un beso en la boca y se alejaron.
Con los Monjes fuimos a tomar una coca a “el uruguayo” como hacíamos siempre. Al principio evitaban mirarme –sólo se escuchaba el tango de la radio del almacenero que llegaba hasta la vereda- pero después Angelito imitó mi tropezón con la pelota y nos reímos todos. El gordo Cali después de un trago contó que Inés Tribulzi estaba de novia con El Toro, algo de lo que ya nos habíamos dado cuenta.
Es re puta, agregó, fuma, el otro día la ví en el fondo del club pitando.
Para mi que El Toro le chupa las tetas, dijo El Chino Lee.
No digas esooo. El gordo se metió la mano dentro del pantalón.
Gordo pajero, largá la gallina, le dije.
¿A vos te salta? Me preguntó mirándome a los ojos. Se apagó la radio. Todos me miraron.
No sé, dije, nunca probé.
Uy, no sabes lo que te perdés; es lo más lindo. Pasó un colectivo haciendo temblar el árbol de la vereda que soltó una naranja justo donde estábamos.
La cagada es que te manchas todo, agregó Lee.
El otro día me saltó hasta el techo –Angelito pateó la naranja que cruzó la calle y se estrelló contra la pared blanca manchándola con jugo.
Se hizo casi de noche y nos despedimos; al otro día había que ir al colegio. Mi casa quedaba del otro lado, así que entré al club para acortar camino.
Al fondo, apenas iluminado, estaba el portón alto de rejas con un candado y una cadena. Me agarré de los barrotes y empecé a trepar. Tenía que cuidarme de las puntas; en el club se decía que una vez un chico había quedado ensartado. Llegué arriba de todo, estaba por cruzar la pierna cuando escuché una voz de mujer del lado de adentro.
Ey, qué haces, dijo.
Miré y sólo se veía una sombra y la brasa de un pucho.
No podés cruzar por ahí.
Me quedé tranquilo al darme cuenta que era la voz de una chica y no de una señora.
Qué pasa, pregunté.
No, en serio te digo, te podes lastimar Federico Bustos.
Quién sos.
Hubo un silencio. Inés Tribulzi, dijo tímida.
Bajé de un salto.
Me acerqué. Entre la oscuridad pude ver que se había puesto un buzo, con cierre y capucha. Lo tenía abierto. Abajo la musculosa blanca con el escote flojo. Le dio una pitada al cigarrillo.
Fumás, dije.
Sí. Se rió. Tenía un lunar casi sobre el labio.
Qué haces acá sola.
Espero a mi vieja, está en el bufet jugando a las cartas.
Y viniste a fumar...
Me miró y volvió a reírse, le brillaron los ojos.
Querés.
No dije nada. Me acercó el cigarrillo a la boca. Después de pitar me agaché tosiendo. Me golpeó despacio en la espalda con la palma abierta.
Terminó el cigarrillo y lo pisó.
Te acompaño hasta la puerta del costado, dijo.
Mientras caminábamos no podía parar de mirarle las tetitas sobresaliendo bajo la musculosa. La puerta del costado estaba abierta y no había guardia.
Bueno, me dijo con voz tibia y se acercó para saludarme con un beso. No sé cómo tomé el impulso, corrí la cara y le besé la boca.
Se apartó.
Perdoná.
Siguió mirándome.
No hay chica más linda en todo Beccar...
Sonrió apenas, se mordió el labio.
Sos chico, si se entera Toro te mata.
No soy chico, sólo me llevas un año.
Se rió.
Bueno, chau, me dijo y se acercó. Tenía perfume. Todavía, 20 años después, cuando pasa una mujer con ese olor a jazmín regado me acuerdo de ella. Le bese el cachete y volví a correr la cara para darle otro beso en la boca.
Dio un paso atrás y me miró dudando.
Sos tremendo, dijo riéndose, Chau. Hizo una reverencia graciosa: inclinando los pies y sosteniéndose la pollera.
Me quedé ahí parado, viéndola desaparecer entre la sombra del pasillo del bufet. Una ráfaga de viento levantó las hojas muertas del suelo y sacudió la copa de los sauces. Salí del club hacia casa. Metí la mano dentro de mi short: tenía el pito duro como un paquete de Naranjú congelado.
Cuando llegué, no sé por qué, pero me dieron unas ganas tremendas de fumar. Mamá estaba sirviendo la comida, mis cinco hermanos bañados y con el pijama puesto sentados a la mesa.
Qué haces tan tarde, mañana tenés que ir al colegio –dijo mamá sosteniendo el cucharón de madera con puré sobre el plato de Nachi-. Todo roñoso –soltó fuerte el cucharon contra el plato –sacate la mano de ahí, querés, bañate y baja a comer.
Subí, fui hasta el cuarto de mi vieja, busqué su cartera, saqué un cigarrillo y el encendedor. Me encerré en el baño.
Prendí el cigarrillo. Primero tosí, pero a la tercera o cuarta pitada aspiré y eché el humo sin problema. Me bajé el pantalón. El pito salió como una catapulta. Dejé el cigarrillo sobre el lavatorio y con la mano entera agarré la erección que tenía. Sacudí la piel hacia arriba y hacia abajo, como cargando una escopeta sin parar. Del vientre fue naciendo un cosquilleo. Aceleré las sacudidas, a mil, esperé la llegada de eso lechoso, la wasca como decían los chicos, que llegara al techo y manchara todo. Le di fuerte. Hasta que el cosquilleo se hizo tan intenso que me contraje y del glande me salió una gota líquida. La miré. Le seguí dando, esperando que saliera más, al menos otra gota. Pero nada, una gotita de agua. Una lágrima.
Me duché y bajé a comer milanesas con puré frío.
Las noches que siguieron reviví ese cosquilleo intenso todas las veces que pude: me acosté pensando en Inés, en mi profesora de gimnasia, en Mirna, la mucama de enfrente, en la gordita del almacén, en Bety, repartidora de pizza enana, en Marce, mi preceptora del secundario, en Agos, la hermana del hippie, en Lulú, la rolinga del CBC, en Simone, la brasilera, Mimí la culona con la que trabajé en tribunales, en Ana mi mujer, Pradón, Araceli, Lola la amiga de Ana, Felicitas la obstetra, la maestra del jardín de Tini y otras tantas de las que no me acuerdo. Variando protagonistas y apenas la trama, el final es siempre el mismo.